No hubiéramos podido amar la tierra tan bien si no hubiéramos tenido infancia en ella, si no fuera la tierra donde las mismas flores vuelven a brotar cada primavera, que solíamos recoger con nuestros pequeños deditos mientras balbuceábamos sentados en la hierba; los mismos escaramujos y endrinos en los setos otoñales, los mismos petirrojos que solíamos llamar “los pájaros de Dios” porque no hacían daño a los cultivos preciados.
¿Qué novedad vale más que esa dulce monotonía donde todo es conocido y amado precisamente porque es conocido?
George Eliot, El molino junto al Floss
Creo que este es uno de mis párrafos favoritos de la vida, porque describe con tanta claridad la infancia de quienes crecimos en el campo: año a año reencontrándonos con los mismos procesos, las mismas plantas, los mismos pajaritos y los mismos bichitos decada temporada. Así me pasa con los narcisos. Desde que era muy chica salía con mi mamá a caminar por el campo, a fines del invierno y juntas recolectábamos narcisos para poner en la casa. Flores sencillas, que muchos llaman silvestres, porque han sabido adaptarse al clima del sur de Chile de una manera tan natural y tan fácil.
Esta flor, que viene del Mediterráneo y del norte de África, se ha adaptado maravillosamente a esta zona. Su nombre proviene del mito griego de Narciso, donde un joven, enamorado de su propio reflejo, se desvaneció y se convirtió en esta pequeña flor tan bonita.
Cuando yo era chica conocíamos solo unas cuantas variedades, quizás cuatro o cinco. Hoy en día, gracias al mayor conocimiento sobre la hibridación de flores —ese delicado trabajo en que tomamos el polen de una flor y lo cruzamos con otra manualmente, o que realizan a la perfección las abejas, moscas e insectos nativos— se conocen más de 26.000 variedades de narcisos en todo el mundo.
Se podría decir que hoy estoy fascinada con coleccionar la mayor cantidad posible de Narcisos. ¿Y por qué no empezar también a jugar con la hibridación y soñar con nuevas variedades? Para mí, es una de las flores más nobles y fáciles con las que muchos pueden comenzar a cultivar: son rústicas y no requieren mayores cuidados, porque florecen a fines de invierno o en plena primavera, justo cuando el pasto todavía está corto y ellas sobresalen iluminando la pradera. Se adaptan a sombra, semisombra o pleno sol, y cada año nos regalan más hijuelos que van engordando, floreciendo y multiplicándose por sí solos. ¿Qué mejor que partir con una flor tan generosa?
